agosto 03, 2013

LA HISTORIA QUE NO LEYO, cont.



LA HISTORIA QUE NO LEYO(cont)

Comencé con una articulo publicado por Arturo Perez Reverte en su web oficial como Una Historia de España y hoy pinta para libro, o quizás proyecto, las partes parecen capítulos; unos renglones mas Don Arturo y está hecho, prosa gracejo y respeto por el idioma es lo que le sobra.

Personalmente me metí en el baile sin invitación y ahora hay que bailar.

ANTERIORES:





Una historia de España (V)


Y fue el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en pedazos, en la Hispania ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad. Y es que de entonces (siglo V más o menos), datan ya nuestros primeros pifostios religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil en conejos y siempre fértil en fanáticos y en gilipollas. Porque los visigodos, llamados por los romanos para controlar esto, eran arrianos. O sea, cristianos convertidos por el obispo hereje Arrio, que negaba que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tuvieran los mismos galones en la bocamanga; mientras que los nativos de origen romano, católicos obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios uno, trino y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute. Así prosiguió ese tira y afloja de las dos Hispanias, nosotros y ellos, quien no está conmigo está contra mí, tan español como la tortilla de patatas o el paredón al amanecer, con los obispos de unos y otros comiéndole la oreja a los reyes godos, que se llamaban Ataúlfo, Teodoredo y tal. Hasta que en tiempos de Leovigildo, arriano como los anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo se hiciera católico y liaron nuestra primera guerra civil; porque el niñato, con el fanatismo del converso y la desvergüenza del ambicioso, se sublevó contra su papi. Que en líneas generales estaba resultando ser un rey bastante decente y casi había logrado, con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo esta casa de putas, a excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es reconocerlo históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus montañas, bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo prerromano. El caso es que al nene Hermenegildo acabó capturándolo su padre Leovigildo y le dio matarile por la que había liado; pero como el progenitor era listo y conocía el paño, se quedó con la copla. Esto de una élite dominante arriana y una masa popular católica no va a funcionar, pensó. Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba recibiendo los óleos llamó a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era electiva, pero se las arreglaron para que el hijo sucediera al padre- y le dijo: mira, chaval, éste es un país con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado, y su naturaleza se llama guerra civil. Así que hazte católico, pon a los obispos de tu parte y unifica, que algo queda. Si no, esto se va al carajo. Recaredo, chico listo, abjuró del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los obispos proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto, desaparecieron los libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy inflamable historia- y la iglesia católica inició su largo y provechoso, para ella, maridaje con el Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de miel que, con altibajos propios de los tiempos revueltos que trajeron los siglos, se prolongaría hasta hace poco en la práctica (confesores del rey, pactos, concordatos) y hasta hoy mismo (véase la simpática cara de monseñor Rouco) en las consecuencias. De todas formas, justo es reconocer que cuando los clérigos no andaban metidos en política desarrollaban cosas muy decentes. Llenaron el paisaje de monasterios que fueron focos culturales y de ayuda social, y de sus filas salieron fulanos de alta categoría, como el historiador Paulo Orosio o el obispo Isidoro de Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que fue la máxima autoridad intelectual de su tiempo, y en su influyente enciclopedia Etimologías, que todavía hoy ofrece una lectura deliciosa, resumió con admirable erudición todo cuanto su gran talento pudo rescatar de las ruinas del imperio devastado; de la noche que las invasiones bárbaras habían extendido sobre Occidente, y que en Hispania fue especialmente oscura. Con la única luz refugiada en los monasterios, y la influyente iglesia católica moviendo hilos desde concilios, púlpitos y confesionarios, los reyes posteriores a Recaredo, no precisamente intelectuales, se enzarzaron en una sangrienta lucha por el poder que habría necesitado, para contarla, al Shakespeare que, como tantas otras cosas, en España nunca tuvimos. De los treinta y cinco reyes godos, la mitad palmaron asesinados. Y en eso seguían cuando hacia el año 710, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, resonó un grito que iba a cambiarlo todo: No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.

Una historia de España (VI)


En el año 711, como dicen esos guasones versos que con tanta precisión clavan nuestra historia: «Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos; / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos». Suponiendo que a los hispano-visigodos se los pudiera llamar buenos. Porque a ver. De una parte, dando alaridos en plan guerra santa a los infieles, llegaron por el norte de África las tribus árabes adictas al Islam, con su entusiasmo calentito, y los bereberes convertidos y empujados por ellos. Para hacerse idea, sitúen en medio un estrecho de solo quince kilómetros de anchura, y pongan al otro lado una España, Hispania o como quieran llamarla -los musulmanes la llamaban Ispaniya, o Spania-, al estilo de la de ahora, pero en plan visigodo, o sea, cuatro millones de cabrones insolidarios y cainitas, cada uno de su padre y de su madre, enfrentados por rivalidades diversas, regidos por reyes que se asesinaban unos a otros y por obispos entrometidos y atentos a su negocio, con unos impuestos horrorosos y un expolio fiscal que habría hecho feliz a Mariano Rajoy y a sus más infames sicarios. Unos fulanos, en suma, desunidos y bordes, con la mala leche de los viejos hispanorromanos reducidos a clases sociales inferiores, por un lado, y la arrogante barbarie visigoda todavía fresca en su prepotencia de ordeno y mando. Añadan el hambre del pueblo, la hipertrofia funcionarial, las ambiciones personales de los condes locales, y también el hecho de que a algún rey de los últimos le gustaban las señoras más de lo prudente -tampoco en eso hay ahora nada nuevo bajo el sol-, y los padres, y tíos, y hermanos y tal de algunas prójimas le tenían al lujurioso monarca unas ganas horrorosas. O eso dicen. De manera que una familia llamada Witiza, y sus compadres, se compincharon con los musulmanes del otro lado, norte de África, que a esas alturas y por el sitio (Mauretania) se llamaban mauras, o moros: nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y con el que se les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre el particular -y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos. Y entre los partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le hicieron una cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico, Rodrigo para los amigos. Y en una circunstancia tan española -para que luego digan que no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en eso tantos siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera todo a tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales. Así que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq, Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida, señoras guapas y demás. Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas romanas, que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para una invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda. De manera que cuando el rey Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo. Ocurrió en un sitio del sur llamado La Janda, y allí se fueron al carajo la España cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la religión católica y la madre que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el conde de Ceuta y los otros compinches creían que luego los moros iban a volverse a África; pero Tariq y otro fulano que vino con más guerreros, llamado Muza, dijeron «Nos gusta esto, chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis inconveniente». Y la verdad es que inconvenientes hubo pocos. Los españoles de entonces, a impulsos de su natural carácter, adoptaron la actitud que siempre adoptarían en el futuro: no hacer nada por cambiar una situación; pero, cuando alguien la cambia por ellos y la nueva se pone de moda, apuntarse en masa. Lo mismo da que sea el Islam, Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no fumar en los bares, no llamar moros a los moros, o lo que toque. Y siempre, con la estúpida, acrítica, hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso. Así que, como era de prever, después de La Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos meses España se despertó más musulmana que nadie. Como se veía venir. (Continuará).


No hay comentarios: