julio 05, 2011

DEBATE PROHIBIDO






Debate prohibido.


Por Alberto Medina Méndez





Una de las mayores muestras de hipocresía, tiene que ver con los debates que la sociedad DECIDE no dar. Muchos asuntos conforman esta lista y vale la pena abordarlos a todos, pero uno de ellos se destaca especialmente.

Se trata de los empleados estatales, los trabajadores del sector público como le gusta llamar a algunos. Y es que el ciudadano medio le reclama a la política que haga gala de transparencia, pero no solo para que no se corrompa y termine robando, sino para que sea intelectualmente honesto y discuta lo que debe y no solo lo que las normas de cortesía indican.

Sin embargo, ese mismo ciudadano, tampoco se anima a decir lo que piensa en público, en todo caso lo manifiesta en su círculo intimo, con reserva, por lo bajo, no sin antes disculparse de semejante atrevimiento.

Y hay que decirlo con todas las letras. La única manera de resolver un problema es enfrentarlo. Hacer de cuenta que no existe, minimizarlo, quitarle relevancia, ponerlo en segundo plano, no ayuda a resolverlo.

Un diagnostico adecuado nos da, al menos la chance, de hacer lo correcto, gradualmente quizás, pero con el rumbo claro, y en la orientación esperada que conduzca a su solución.

Desde lo ideológico, muchos podrán decir que las funciones del Estado son terreno opinable. Pero lo que no deja lugar a dudas, y abundan pruebas que lo demuestran, es que está sobredimensionado, que es ineficiente, que gasta más de lo razonable, que muchos de sus empleados no podrían sostener su trabajo en el sector privado, solo porque no están a la altura de su labor cotidiana.

La estabilidad laboral del empleo público se ha constituido en el peor enemigo del sistema, es la trampa letal que el régimen se impuso a sí mismo. En el afán de evitar el botín político que suponen los vaivenes electorales, se ha inclinado la balanza hacia lo más fácil, pero al mismo tiempo la peor decisión.

La imposibilidad de perder el trabajo, hace que muchos empleados públicos dejen en el camino su dignidad, se relajen, dejen de esforzarse y caigan en la dinámica de soportar al funcionario de turno, ese que hace de jefe durante algún tiempo, hasta que el recambio electoral se lo lleve puesto, y venga algún otro en su reemplazo.

En ese proceso, su ineficiencia crece, y al mismo tiempo se va invalidando profesionalmente, al quedarse detenido en el tiempo, creyendo que su estabilidad es un premio, sin comprender que no tiene estimulo alguno para crecer, porque aun con sus mejores intenciones, la política se ocupará de premiar a los aduladores, a los militantes y a los amigos antes que considerarlo siquiera, dejando el merito del esfuerzo y la efectividad como parámetro razonable para incentivarlo en su tarea.

El que hace bien las cosas cobra cierto dinero, y el que trabaja mal también, sin diferencia alguna. Una mala praxis sindical, cierta equivocada demanda social y una supuesta sensibilidad de la comunidad, se ocuparán de hablar de la necesidad de mejorar sus salarios por el solo hecho de ejercer cierta tarea significativa para la sociedad. Nadie hablará en ese contexto de los mejores y los peores, meterán a todos en el mismo barco y dirán que su condición de empleado público debe ser la unidad de medida.

Se premiarán aspectos como la antigüedad, tal vez una formación educativa superior, y hasta le darán continuidad a nuevas generaciones de empleados públicos, por el solo hecho de ser parientes, pero es improbable que hablen de eficiencia, de productividad, de rendimiento.

Esto no es justo para nadie. No lo es para el que se esfuerza y merece algo mas por lo que se compromete a diario, y tampoco lo es para el que creyéndose más pícaro, retacea esmero, porque se lo hace vivir en un mundo de fantasía, donde cree que tiene trabajo cuando en realidad, solo parasita, y recibe una indignante dadiva por ir todos los días a cumplir horario. Podrá tener un ingreso, pero difícilmente pueda ser un ejemplo digno de imitar para sus hijos.

Claramente la sociedad en general no los respeta, es más los desprecia muchas veces y desprestigia a todos, a los mejores y a los peores, calificándolos de abúlicos, perezosos e indolentes, por el solo hecho de ser parte del sistema estatal.

Un falso argumento dirá que se trata de una cuestión social, que el Estado cumple ese rol de empleador para cubrir la ausencia de oportunidades laborales. Esa falacia, que cae por sí misma, apela a la emotividad, pero contiene tramposas explicaciones. Cuando se da estabilidad, esa excesiva cuota de impunidad, al empleo público, se genera un efecto, tal vez indeseado, que hace que ese recurso humano se abandone a sí mismo, deje de prepararse para el desafío de un trabajo mejor, poniéndose un límite que lo imposibilitará superarse para ofrecerle un futuro mejor a sus seres queridos. Es esa actitud la que impide que en el futuro, alguna empresa pueda considerarlo seriamente como una posibilidad para contarlo en sus filas, convirtiéndose entonces esta modalidad en la causa de su pobreza crónica.

El debate de fondo tiene que ver con el excesivo número de empleados públicos, con esa estabilidad que pretende evitar un mal mayor, pero que solo consigue transformarse en el peor estigma de este esquema, haciendo que el Estado crezca desproporcionadamente, se haga más ineficiente, y haga que esos costos económicos los soportemos todos.

Esa realidad la sienten con más virulencia los que menos tienen, esos esforzados trabajadores del sector privado que pagan sus impuestos y que pierden poder adquisitivo por esa inflación que los gobernantes usan para pagar el gasto estatal. Ellos pagan la fiesta, la desidia de muchos y la comodidad de otros. La pagan con mucho trabajo, sin estabilidad, con mucha dignidad y sin nadie que haga lobby por ellos.

Este es uno de los tantos temas, de los que poco se habla porque hacerlo implica ir a la cuestión de fondo. Después de todo, resulta más simpático, menos complejo, hablar de superficialidades, hacerse los distraídos, y poner esta discusión en la nomina de los debates prohibidos.




Alberto Medina Méndez

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